martes, 5 de mayo de 2009

Escalofrió

Desde la plataforma calcárea un escalofrió me recorre el cuerpo, la vertiente me estremece en su caída, hacia esa aridez que emboca tanto la sed. Nací en esta tierra que llamaron Los Monegros y en su corazón creo estar, cuando mis pies, prestos a caminar, descansan en la cima de San Caprasio. Descender es complicado, es difícil orientar los pasos hacia algún lugar, todos los parajes seducen y atraen por su belleza y singularidad. Descendería hacia Farlete a ver la Virgen de La Sabina, o por Monte Oscuro y Pui Chinebro y después al Santuario de Magallón. O quizás recorrería la loma hacia torre Ventosa, para luego alcanzar el barranco de la Estiva. La grandeza del barranco y su soledad me abruman y me hunden en el existencialismo, hay quien lo compara con el cañón del Colorado, a otra scala; pero mejor no pensar y tratar de descender por Val Zaragoza.

El salagón orienta el descenso, los yesos se desprenden, la erosión configura un caprichoso relieve. Un barranco lejano en la idea que la gente tiene de Los Monegros: las carrascas, los arces, los quejigos, los majuelos, los madroños, los lentiscos… salpican un pinar con coscoja y en alguna zona, casi como escondido encuentro boj. Los enebros y las sabinas; el romero y el tremoncillo, las rapaces en el cielo y hacia el llano más soledad; donde una raposa camina en un basto páramo de cereales y las aldeas recuerdan un pasado lejano pero a la vez, estático en el tiempo. Oteando el norte, encuentro cercanos los Pirineos, la sierra de Guara se aprecia protegida al regazo de las altas cumbres nevadas; me recuerdan que es otoño, al igual que las hojas del arce de montpelier, con sus tonalidades rojizas como el atardecer monegrino.

Alcanzo el Cartujo, voy hacia la parte posterior del monasterio, donde el agua emana de una fuente como si de un oasis se tratara. Descanso de espaldas al monasterio, de los murales de Bayeu, de su deterioro, como se erosiona la arena de los torrollones, al cierzo y al tiempo. La jada y el Albardin erosionaban las manos, la sed la garganta; las adobas se hacían con vino, que por aquel entonces, era más abundante. Tiempos duros para esta tierra, fueron, y es ahora cuando llega la resignación, es ahora cuando se quiere vender la tierra.

Vuelvo a caminar, cavilando por los montes de Los Monegros; paso a paso me voy adentrando por el laberinto del sabinar de Pallaruelo, con el Sol a las espaldas y la Portellada como cuesta. Al llegar a su alto admiro las planas de Castejón de Monegros, más al sur oteo sobresaliente La Almolda y más allá, en peligro, las saladas de Bujaraloz. Pero mi camino continúa en un terreno abrupto, conquistado por la erosión, donde la arena adquiere vida entre cárcavas y barrancos. El monte de Jubierre se dibuja caprichosamente, es como si la Luna se encontrase cerca; y la soledad, continua adueñándose de cada instante.

Me encuentro con el río Alcanadre, y me dejo llevar por sus aguas; saludando el monasterio de Villanueva de Sijena, cuando el soto me deja entrever; navegando como queriendo olvidar la sed. Desembarco en Ontiñena, más abajo Ballovar con sus ripas; como las de Alcolea donde tentó osar Pedro Saputo a unas gentes con su fantasía e ilusión. Me gustaría subir a Ontiñena, ir hacia Candasnos, igual marchar hacia el Barranco de la Valcuerna o ir hacia Peñalba. Pero he oído decir que sólo hay secarrales, que sólo sirven para casinos y que si voy, seguro que no sentiré el orgullo que siento aún ahora por mi tierra; entre el desierto vivo de Europa o Las Vegas de Europa.